Cualquiera puede tener un mal día, y siempre encontrará muchas
respuestas. Hay momentos sagrados que acompañan, como abrir la cerveza
más fría de la nevera con el abridor favorito de uno, antes de pasarla
despacio por la frente, con esa lentitud porosa humedecida impregnando
el sopor en las sienes cargadas con su peso de horas. Y así, mil
soluciones, como hay mil maneras de hablar de Manuel Cuesta. Se puede
decir que es cantautor, que lleva más de quince años pateándose varios
garitos no sólo de Madrid, sino del resto de España, trenzando el paso
amable de una geografía de canciones que vienen sustentándose, a lo
lejos, con la argamasa fiel de una amistad que es la conciencia malva
del poema, aguerrida y sonora, en su arranque y su empuje de
comunicación, con la verdad más íntima del sol narrada en lo sencillo
del momento.
Manuel es lo sencillo del momento. Para quienes me hayan
leído alguna vez, he escrito tanto de Manuel Cuesta, de sus canciones,
sus mitos, esa iconografía del milagro convertido en mitad ambarina del
día, que resulta difícil concretar una reflexión nueva, una palabra que
sea reveladora sobre el nimbo de su significado. Hoy lo he pensado
mientras nadaba, que es otra manera de escribir: ¿cómo enfoco el cierre
de temporada de Manuel Cuesta en la sala Galileo Galilei, en Madrid,
rodeado de amigos y seguramente con ausencias muy sentidas por él, sin
repetir alguno de los ecos que he venido escribiendo en los últimos
años? Entre varias brazadas, he tratado de ir a la raíz que Manuel
Cuesta lleva reivindicando más de quince años: esa canción de autor, tan
consciente y constante, afianzada en la fe de lo que es venidero antes
con la música.
He recordado, con mi ejercicio acuático, tantas idas y venidas por
las distintas casas, los aromas, los rostros, esa intermitencia de la
felicidad; he visto los paisajes de la desolación, de la fiesta y su
aroma, y he reconocido el tiempo en la amistad plena, que ha ido
hilando, también, otras voces y otros escenarios, y he llegado a la
conclusión de que a Manuel Cuesta, con su voz milenaria, ancestral y
corpórea, hay que escucharlo siempre que uno se encuentre solo, que uno
se sienta triste, que uno se vea a sí mismo inmerso en esa noche radical
que nos fuerza a salir de casa con lo puesto para encontrar la puerta
de un amigo, como en la hermosa fábula de La Fontaine.
Por eso les recomiendo, como siempre, que vayan este miércoles 12 a
escuchar a Manuel Cuesta en la sala Galileo. Porque se encontrarán con
un poeta que les canta una tradición de compañía, una voz henchida de
emoción que siempre, en cualquier parte, en cualquier avatar, les hará
sentirse no mucho menos solos, sino en la mejor y más honrada penumbra
compañera, capaz de vindicar nuestra capacidad ensoñada por encima de
toda realidad. Porque a pesar del caos siempre hay una luz, y él lo
sabe.
Publicado por Joaquín Pérez Azaústre en Diario Abierto el pasado 11 de Junio de 2012
1 comentario:
Joaquín y Manuel, Manuel y Joaquín, dos grandes de la belleza que salva.
Agradecido.
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